Don Juan Bautista Jiménez Martel, hijo de Don Juan Jiménez Rivero y de Doña Concepción Martel Delpino había nacido en 1869 en el pago de Tamaraceite, y bautizado el 29 de Marzo de 1869 en la Parroquia de San Lorenzo en la isla Las Palmas de Gran Canaria.
Durante el viaje hacia América aprendió que cáncano y tolete para los rudos marineros godos no querían decir lo mismo que para un labriego Canario, cuando pidió a la tripulación alguna chapucilla y lo mandaron divertidos ellos, a sobar los soportes de suela de los remos de un bote, intuyó que en adelante, nada sería igual en su vida.
Con sus diecisiete años y poco más que un zurrón, una boina nueva tejida a aguja y una navaja a modo de nife dentro de la faja, desembarcó en Buenos Aires Argentina.
Sus ojos no dejaban de asombrarlo, por el tamaño del Hotel de los Inmigrantes, los idiomas para él exóticos que se hablaban y el movimiento de gentes y de barcos.
A los pocos días viajando en el tren a vapor de Buenos Aires a Rosario seguían maravillándose, el tren era el progreso de esa época, todo le parecía raro por lo inmenso, el Rio de la Plata, el Mar Dulce de Solís, lo predispuso a ver cosas hasta ese momento por él incomprensibles, lo dilatado y llano de los campos, la inmensidad de la pampa con todos sus horizontes a la vista, ni una gran loma ni un barranco ni una palma ni nada, interminables llanuras, ríos correntosos y estaciones de ferrocarril con montañas de bolsas con granos cruzaba el tren infatigable.
Rosario y su estación Sunchales, lo recibió amaneciendo y con un papel en la mano, mostrándoselo a un cochero suizo italiano que con el tiempo seria su consuegro, que decía conocer sus parientes Canarios , también aurigas con coche de caballo, Juan no separó la mano de la faja ni un instante durante el corto viaje, desconfiaba del matado por creerlo cabuyonero dado lo trapacero y chafalmeja de su aspecto y mas cuando lo convidó con un buche de una botella y hasta con la cachimba.
Allá cayeron a lo del que decía el suizo debería ser su desconocido pariente, Juan desconfiaba, sin soltar ni su atadito de ropas ni su faja, saludó a lo guanche, prueba de fuego pensaba.
-Tamaraguá, susurró Juan..
-Sansofé,- contestó sonriente y extrañado el Ñato Henríquez
-y con el suizo que no entendía, aceptaron el convite y una grapa italoargentina selló el encuentro del suizo con su colega, y de Juan Bautista con su pariente lejano hasta entonces desconocido.
Tardó poco en acomodarse donde guardaban el pasto para los caballos, un taco de vela y un ruego de gracias a San Lorenzo, fue la compañía de su primera noche en el Puerto del Rosario, en Argentina.
Al otro día fue presentado a los demás Canarios de la zona y enseguida se encontró trotando por una planchada de madera cimbreante gracias a sus ágiles 17 años, con una bolsa de maíz de 50 kilos en el hombro, hermana de otras miles que debían cargarse en un barco mas que rápido, ese sería su encuentro con la América, su pasión y su destino.
Y como donde hay jóvenes Canarios seguramente habrá nidos nuevos, Julita Henríquez, la regalona de la casa, se enamoró de Juanico y al poco tiempo con trabajo a porcentaje como quinteros de hortalizas en las adyacencias del Cementerio La Piedad de Rosario, bendecidos por Dios, allá se fueron los Canarios con su 20 años y sus manos rudas listas a brindar el sagrado sacrificio de la vida agradeciendo al Poderoso un ganarás el pan con el sudor de tu frente.
Allí empelecharon y les nacieron cinco hijos, Lorenzo como el Santo, Juan como su pare y Alfonso como el Rey Sabio, y Maria como la madre de Cristo, y Julia como su mare.
Los niños crecieron y Argentina era un cúmulo de oportunidades para los bravíos labriegos Canarios, aceptaron la oferta de trabajar a rendita, es decir a porcentaje de lo producido por su cuenta y riesgo, un lote de 80 hectáreas junto a la estancia La Iberia, cercana a Noetinger, un pueblito de llanura hasta con ferrocarril.
Los aperos de trabajo y los caballos necesarios, pudo comprarlos con sus ahorros y de pronto de quintero de 2 hectáreas pasó a arrendatario de 80 hectáreas, era todo un adelanto, sobre todo para él que conocía como seducir a la tierra para que generosa diera sus frutos.
Pero si la tierra Argentina fue generosa, no lo fueron los ingleses dueños de las estancias donde trabajaban los llamados entonces colonos, recordando las colonias que instauraban los romanos en sus dominaciones, siempre fue un figlio de la gleba, un campesino sin propiedad de la tierra.
Vivió con su esposa una vida plena de logros y sufrimientos, recoja el guante el que pueda de hacer agricultura extensiva sin insecticidas ni herbicidas en secano, a propio riesgo a tiro de caballo y buey. Como tantos colonos de variado origen fueron síntesis de vida honesta y comprometida, inteligencia y sacrificio.
Sus fiestas eran, el día de San Lorenzo, Navidad, las misas de Domingo y alguna fiesta de guardar, algunas veces imposibilitadas por las lluvias o por las cosechas, dado que oleadas de insectos llamados langostas, provenientes del Amazonas, oscurecían el sol devorando cosechas enteras, habían pedido los colonos católicos, la indulgencia para faltar a misa cuando era tiempo de cosechar, rezando antes y durante el trabajo para compensar la falta. El banot del palo Canario era en sus manos mortífero solamente para las malezas y era el mango de la azada guataca.
Los hijos crecieron y aprendieron a volar solos, Juan y Julia, en su retiro forzado por senil insuficiencia física, habían logrado hacerse de una jubilación para vivir apenas decorosamente, con las pequeñas rentas percibidas por dos saloncitos que habían logrado construir en el pueblo en toda su vida de trabajo.
Lo encontraban a Don Juan el Canario sentado en su silla baja en la puerta de la casa, siempre con el palo de la azada, solo él sabía que era su banot, había tenido dos ataques de apoplejía, no hablaba y apenas caminaba, le costaba espantarse las moscas pero a pesar de su insuficiencia, apoyándose en el palo y en una silla que arrastraba, iba de su dormitorio al patio, luego a la cocina y pocas tardes hasta la puerta de la casa, donde recibía sin poder responder el saludo de la gente que seguramente lo apreciaba y se condolía por su estado.
Juan vegetaba con escasa comunicación, con Julia se entendía mas por la rutina ordenada de tantos años que por palabras.
Los hijos sabían que el viejo estaba fule, se moría, se preguntaban con justa pena y con las palabras del propio pare..¿ como caería esa palma.?..
Dado que en el pueblo no había grandes divertimentos, la diversión ambulante de un circo llegó al pueblo con sus bestias de tiro maltrechas y sus felinos hambrientos, desaparecían los perros y gatos vagabundos, prometían función el próximo fin de semana, acampaban en un terreno baldío vecino a la casa de los Jiménez Henríquez.
Hacía varias noches que Julia lo notaba inquieto en la cama, Juan algo le quería decir, era algo distinto del trato diario acostumbrado, no era la taza de noche ni agua, ni Julia ni sus hijos ni sus nietos le entendían, la nuera mayor había sentenciado..
-El pare Juan se está perdiendo... pobre la mare Julia. Que castigo.. Dios!.
Sin dejarse ver por nadie de su familia, su temple no se lo hubiese permitido, Julia llorando en la cocina gemía...
-Está tairo iá, mi pobre Juan...
Pero Juan no estaba loco ni ido de la cabeza, estaba ansioso porque había escuchado en las largas noches de su insomnio, creyendo al principio que una vez más estaba soñando con Tamaraceite, que en el corral de los caballos del circo, cerca de su ventana, había un bufido conocido para él, no era ni relincho de rocín ni rebuzno de pollino ni de mulo, era el grito de queja de un camello, pateado por los caballos, cuando competían por su escasa ración de pienso.. si, claro que sí, Juan era el único en miles de kilómetros a la redonda que sabía de camellos, sabía que eran para trabajar y hasta para correr carreras y no solamente bestia novedosa de un circo pobre.
Él había desmalezado los plátanos en Tamaraceite con el tiro de un camello, el incansable y mañero Machango, el camello de su abuelo, con el cual pagaron su viaje a América.
Don Juan arrastraba su silla mas aprisa esa madrugada ,llevaba su banot en ristre, estaba obsesionado por las quejas del camello, había encontrado la puerta sin fechillo, la traspasó penando, siguió por la despareja vereda, desplazarse para él era una tortura pero Juan seguía avanzando y tropezando con su palo, apoyándose y arrastrando su silla, pasó la vereda y ganó el baldío hacia el corral, se metió a duras penas entre los caballos que desconfiados bajaban sus orejas anunciando la patada, entonces, con el corazón a 170 latidos, la boca pastosa de la baba, con el solo ojo que con el que apenas veía, vio mas que con el ojo, vio con su alma, con toda su alma un dromedario barcino viejo y lleno de mataduras..., no era su Machango el que se quejaba, Machango era canelo, fuerte, alegre, trabajador, alocado a veces de ahí su nombre, cariñoso y obediente.... y por el tiempo transcurrido debía haber muerto ya.... de pronto Juan sintió que su tiempo, como el del Machango, había pasado, como pudo, mas con intención que con gesto, se persignó, besó el banot y con un inteligible...
-Señó, me entrego a tí...
Cayó Juan sobre el estiércol y paja que era la cama del camello viejo, entonces por esa fuerza divina que conserva la mente hasta el último momento de vida, su pensamiento, cabalgando sobre el olor a la bestia voló hacia 70 años atrás, hasta Tamaraceite, hasta adonde había olido por penúltima vez a un jediondo y querido camello.
Y vió desde el Monte de San Gregorio retozando al Machango, lambiando y mordisqueando los plátanos, vio correr al río ansioso de mar en el Barranco de Tamaraceite, donde se bañaban con otros niños, vio Tamaraceite como la había dejado, con sus casas blancas, escuchó las dos campanas de la Ermita que siempre le parecían cuatro y las de la Parroquia de San Lorenzo donde lo bautizaron, mientras se refrescaba en el bernegal de la tamogante de Doramas y comía higos picos de la chumbera, aho con yoya, anahormaz ,taharenemen, con su hermano Lorenzo que le pedía perdón y que vuelva, el le contestaba que ya no podría porque tenía mucha tierra propia en América, era su campesina idea del Paraíso. y no oyó mas nada................
El velatorio del viejo, si bien, esperada era su muerte, provocó consternación y desasosiego momentáneo en el pueblo, con la misa de cuerpo presente, cristiana sepultura y dejando paga la misa recordatoria del primer mes, se cumplió con Dios, como era su deseo manifestado, Juan ya tenia por fin la tierra necesaria, pero sobre él.
De vuelta para el pueblo, el cortejo se iba desgranando a medida que se acercaban a las casas, surgió un comentario, quizás anónimo pero certero---
-¿Viste ché, pobre viejo, a pesar de lo que ha trabajado y sufrido, como que murió feliz, parecía que se sonreía en el cajón, has visto..
le contestó alguien, quizás su nieto mayor, el monaguillo Pedro Jiménez o quizás la brisa marina que llegaba como Juan desde Tamaraceite,
Descuida, Dios premia a los buenos y valientes.
Durante el viaje hacia América aprendió que cáncano y tolete para los rudos marineros godos no querían decir lo mismo que para un labriego Canario, cuando pidió a la tripulación alguna chapucilla y lo mandaron divertidos ellos, a sobar los soportes de suela de los remos de un bote, intuyó que en adelante, nada sería igual en su vida.
Con sus diecisiete años y poco más que un zurrón, una boina nueva tejida a aguja y una navaja a modo de nife dentro de la faja, desembarcó en Buenos Aires Argentina.
Sus ojos no dejaban de asombrarlo, por el tamaño del Hotel de los Inmigrantes, los idiomas para él exóticos que se hablaban y el movimiento de gentes y de barcos.
A los pocos días viajando en el tren a vapor de Buenos Aires a Rosario seguían maravillándose, el tren era el progreso de esa época, todo le parecía raro por lo inmenso, el Rio de la Plata, el Mar Dulce de Solís, lo predispuso a ver cosas hasta ese momento por él incomprensibles, lo dilatado y llano de los campos, la inmensidad de la pampa con todos sus horizontes a la vista, ni una gran loma ni un barranco ni una palma ni nada, interminables llanuras, ríos correntosos y estaciones de ferrocarril con montañas de bolsas con granos cruzaba el tren infatigable.
Rosario y su estación Sunchales, lo recibió amaneciendo y con un papel en la mano, mostrándoselo a un cochero suizo italiano que con el tiempo seria su consuegro, que decía conocer sus parientes Canarios , también aurigas con coche de caballo, Juan no separó la mano de la faja ni un instante durante el corto viaje, desconfiaba del matado por creerlo cabuyonero dado lo trapacero y chafalmeja de su aspecto y mas cuando lo convidó con un buche de una botella y hasta con la cachimba.
Allá cayeron a lo del que decía el suizo debería ser su desconocido pariente, Juan desconfiaba, sin soltar ni su atadito de ropas ni su faja, saludó a lo guanche, prueba de fuego pensaba.
-Tamaraguá, susurró Juan..
-Sansofé,- contestó sonriente y extrañado el Ñato Henríquez
-y con el suizo que no entendía, aceptaron el convite y una grapa italoargentina selló el encuentro del suizo con su colega, y de Juan Bautista con su pariente lejano hasta entonces desconocido.
Tardó poco en acomodarse donde guardaban el pasto para los caballos, un taco de vela y un ruego de gracias a San Lorenzo, fue la compañía de su primera noche en el Puerto del Rosario, en Argentina.
Al otro día fue presentado a los demás Canarios de la zona y enseguida se encontró trotando por una planchada de madera cimbreante gracias a sus ágiles 17 años, con una bolsa de maíz de 50 kilos en el hombro, hermana de otras miles que debían cargarse en un barco mas que rápido, ese sería su encuentro con la América, su pasión y su destino.
Y como donde hay jóvenes Canarios seguramente habrá nidos nuevos, Julita Henríquez, la regalona de la casa, se enamoró de Juanico y al poco tiempo con trabajo a porcentaje como quinteros de hortalizas en las adyacencias del Cementerio La Piedad de Rosario, bendecidos por Dios, allá se fueron los Canarios con su 20 años y sus manos rudas listas a brindar el sagrado sacrificio de la vida agradeciendo al Poderoso un ganarás el pan con el sudor de tu frente.
Allí empelecharon y les nacieron cinco hijos, Lorenzo como el Santo, Juan como su pare y Alfonso como el Rey Sabio, y Maria como la madre de Cristo, y Julia como su mare.
Los niños crecieron y Argentina era un cúmulo de oportunidades para los bravíos labriegos Canarios, aceptaron la oferta de trabajar a rendita, es decir a porcentaje de lo producido por su cuenta y riesgo, un lote de 80 hectáreas junto a la estancia La Iberia, cercana a Noetinger, un pueblito de llanura hasta con ferrocarril.
Los aperos de trabajo y los caballos necesarios, pudo comprarlos con sus ahorros y de pronto de quintero de 2 hectáreas pasó a arrendatario de 80 hectáreas, era todo un adelanto, sobre todo para él que conocía como seducir a la tierra para que generosa diera sus frutos.
Pero si la tierra Argentina fue generosa, no lo fueron los ingleses dueños de las estancias donde trabajaban los llamados entonces colonos, recordando las colonias que instauraban los romanos en sus dominaciones, siempre fue un figlio de la gleba, un campesino sin propiedad de la tierra.
Vivió con su esposa una vida plena de logros y sufrimientos, recoja el guante el que pueda de hacer agricultura extensiva sin insecticidas ni herbicidas en secano, a propio riesgo a tiro de caballo y buey. Como tantos colonos de variado origen fueron síntesis de vida honesta y comprometida, inteligencia y sacrificio.
Sus fiestas eran, el día de San Lorenzo, Navidad, las misas de Domingo y alguna fiesta de guardar, algunas veces imposibilitadas por las lluvias o por las cosechas, dado que oleadas de insectos llamados langostas, provenientes del Amazonas, oscurecían el sol devorando cosechas enteras, habían pedido los colonos católicos, la indulgencia para faltar a misa cuando era tiempo de cosechar, rezando antes y durante el trabajo para compensar la falta. El banot del palo Canario era en sus manos mortífero solamente para las malezas y era el mango de la azada guataca.
Los hijos crecieron y aprendieron a volar solos, Juan y Julia, en su retiro forzado por senil insuficiencia física, habían logrado hacerse de una jubilación para vivir apenas decorosamente, con las pequeñas rentas percibidas por dos saloncitos que habían logrado construir en el pueblo en toda su vida de trabajo.
Lo encontraban a Don Juan el Canario sentado en su silla baja en la puerta de la casa, siempre con el palo de la azada, solo él sabía que era su banot, había tenido dos ataques de apoplejía, no hablaba y apenas caminaba, le costaba espantarse las moscas pero a pesar de su insuficiencia, apoyándose en el palo y en una silla que arrastraba, iba de su dormitorio al patio, luego a la cocina y pocas tardes hasta la puerta de la casa, donde recibía sin poder responder el saludo de la gente que seguramente lo apreciaba y se condolía por su estado.
Juan vegetaba con escasa comunicación, con Julia se entendía mas por la rutina ordenada de tantos años que por palabras.
Los hijos sabían que el viejo estaba fule, se moría, se preguntaban con justa pena y con las palabras del propio pare..¿ como caería esa palma.?..
Dado que en el pueblo no había grandes divertimentos, la diversión ambulante de un circo llegó al pueblo con sus bestias de tiro maltrechas y sus felinos hambrientos, desaparecían los perros y gatos vagabundos, prometían función el próximo fin de semana, acampaban en un terreno baldío vecino a la casa de los Jiménez Henríquez.
Hacía varias noches que Julia lo notaba inquieto en la cama, Juan algo le quería decir, era algo distinto del trato diario acostumbrado, no era la taza de noche ni agua, ni Julia ni sus hijos ni sus nietos le entendían, la nuera mayor había sentenciado..
-El pare Juan se está perdiendo... pobre la mare Julia. Que castigo.. Dios!.
Sin dejarse ver por nadie de su familia, su temple no se lo hubiese permitido, Julia llorando en la cocina gemía...
-Está tairo iá, mi pobre Juan...
Pero Juan no estaba loco ni ido de la cabeza, estaba ansioso porque había escuchado en las largas noches de su insomnio, creyendo al principio que una vez más estaba soñando con Tamaraceite, que en el corral de los caballos del circo, cerca de su ventana, había un bufido conocido para él, no era ni relincho de rocín ni rebuzno de pollino ni de mulo, era el grito de queja de un camello, pateado por los caballos, cuando competían por su escasa ración de pienso.. si, claro que sí, Juan era el único en miles de kilómetros a la redonda que sabía de camellos, sabía que eran para trabajar y hasta para correr carreras y no solamente bestia novedosa de un circo pobre.
Él había desmalezado los plátanos en Tamaraceite con el tiro de un camello, el incansable y mañero Machango, el camello de su abuelo, con el cual pagaron su viaje a América.
Don Juan arrastraba su silla mas aprisa esa madrugada ,llevaba su banot en ristre, estaba obsesionado por las quejas del camello, había encontrado la puerta sin fechillo, la traspasó penando, siguió por la despareja vereda, desplazarse para él era una tortura pero Juan seguía avanzando y tropezando con su palo, apoyándose y arrastrando su silla, pasó la vereda y ganó el baldío hacia el corral, se metió a duras penas entre los caballos que desconfiados bajaban sus orejas anunciando la patada, entonces, con el corazón a 170 latidos, la boca pastosa de la baba, con el solo ojo que con el que apenas veía, vio mas que con el ojo, vio con su alma, con toda su alma un dromedario barcino viejo y lleno de mataduras..., no era su Machango el que se quejaba, Machango era canelo, fuerte, alegre, trabajador, alocado a veces de ahí su nombre, cariñoso y obediente.... y por el tiempo transcurrido debía haber muerto ya.... de pronto Juan sintió que su tiempo, como el del Machango, había pasado, como pudo, mas con intención que con gesto, se persignó, besó el banot y con un inteligible...
-Señó, me entrego a tí...
Cayó Juan sobre el estiércol y paja que era la cama del camello viejo, entonces por esa fuerza divina que conserva la mente hasta el último momento de vida, su pensamiento, cabalgando sobre el olor a la bestia voló hacia 70 años atrás, hasta Tamaraceite, hasta adonde había olido por penúltima vez a un jediondo y querido camello.
Y vió desde el Monte de San Gregorio retozando al Machango, lambiando y mordisqueando los plátanos, vio correr al río ansioso de mar en el Barranco de Tamaraceite, donde se bañaban con otros niños, vio Tamaraceite como la había dejado, con sus casas blancas, escuchó las dos campanas de la Ermita que siempre le parecían cuatro y las de la Parroquia de San Lorenzo donde lo bautizaron, mientras se refrescaba en el bernegal de la tamogante de Doramas y comía higos picos de la chumbera, aho con yoya, anahormaz ,taharenemen, con su hermano Lorenzo que le pedía perdón y que vuelva, el le contestaba que ya no podría porque tenía mucha tierra propia en América, era su campesina idea del Paraíso. y no oyó mas nada................
El velatorio del viejo, si bien, esperada era su muerte, provocó consternación y desasosiego momentáneo en el pueblo, con la misa de cuerpo presente, cristiana sepultura y dejando paga la misa recordatoria del primer mes, se cumplió con Dios, como era su deseo manifestado, Juan ya tenia por fin la tierra necesaria, pero sobre él.
De vuelta para el pueblo, el cortejo se iba desgranando a medida que se acercaban a las casas, surgió un comentario, quizás anónimo pero certero---
-¿Viste ché, pobre viejo, a pesar de lo que ha trabajado y sufrido, como que murió feliz, parecía que se sonreía en el cajón, has visto..
le contestó alguien, quizás su nieto mayor, el monaguillo Pedro Jiménez o quizás la brisa marina que llegaba como Juan desde Tamaraceite,
Descuida, Dios premia a los buenos y valientes.
Con todo mi amor hacia Tamaraceite
Normando Jiménez
Aguaribay 8713 cp 2000
Rosario Argentina
27 de Setiembre de 2004
Normando Jiménez
Aguaribay 8713 cp 2000
Rosario Argentina
27 de Setiembre de 2004
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